Hace doscientos cincuenta años que un hombre humilde, llamado Leeuwenhoek,
se asomó por vez primera a un mundo nuevo y misterioso poblado por millares de
diferentes especies de seres diminutos, algunos muy feroces y mortíferos, otros útiles
y benéficos, e, incluso, muchos cuyo hallazgo ha sido más importantísimo para la
Humanidad que el descubrimiento de cualquier continente o archipiélago.
Ahora, la vida de Leeuwenhoek es casi tan desconocida como lo eran en su
tiempo los fantásticamente diminutos animales y plantas que él descubrió. Esta es la
vida del primer cazador de microbios. Es la historia de la audacia y la tenacidad que le
caracterizaron a él, y que son atributos de aquellos que movidos por una infatigable
curiosidad exploran y penetran un mundo nuevo y maravilloso.
Estos cazadores, en su lucha por registrar este microcosmos no vacilan en jugarse
la vida. Sus aventuras están llenas de intentos fallidos, de errores y falsas
esperanzas. Algunos de ellos, los más osados, perecieron víctimas de los mortíferos
microorganismos que afanosamente estudiaban. Para muchos la gloria lograda por
sus esfuerzos fue vana o ínfima.
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