No he creído nunca en la astrología.
Los horóscopos de los periódicos no llegaban a indignarme,
pues me contentaba, simplemente, con volver la página sin ver-
los. La indiferencia ante ese extremo —se dice— es la forma
última de la incredulidad. Por el contrario, siempre me he
sentido atraído por la alquimia, y este interés me impulsó a
escribir un estudio donde discutía la realidad de las transmu-
taciones metálicas. Sin embargo, cuanto más penetraba en la
historia de la filosofía hermética, más me percataba de que
muchos alquimistas consideraban su ciencia indisolublemente
ligada a la astrología. Éste era, por ejemplo, el caso de Arnal-
do de Vilanova, de Basilio Valentín, de Paracelso y, en nuestra
época, de Fulcanelli o de Armand Barbault.
A causa de ello concebí cierta curiosidad hacia la ciencia de
los astros, que pronto se vio fomentada por dos hechos nue-
vos. En primer lugar, el azar me hizo encontrar a una anciana
señora que, en el curso de la conversación, empezó a hablar-
me de una experiencia astrológica que había tenido antes de la
guerra y que la había marcado para el resto de su vida. En
1930 ó 1931, se había confiado a una amiga suya respecto al
matrimonio de su hijo con una muchacha que no le placía de-
masiado. Esta amiga le aconsejó acudir a un astrólogo que
ella conocía, un hombre muy serio que ocupaba un cargo
importante en el mundo de las finanzas; añadió que le sería
necesario copiar de su libro de familia la fecha y la hora exacta
del nacimiento de su hijo. Esta dama concertó, pues, una cita
con Eudes Picard, uno de los individuos más representativos
del movimiento de renacimiento astrológico de principios de
siglo. Éste escribió el tema, quedó luego perplejo y, finalmente,
dijo: «Tendrá usted que perdonarme, señora, pero me parece
casi imposible que este niño vaya a casarse el mes próximo,
pues su horóscopo indica que no llegó a vivir más allá del
cuarto año.»
El hecho era exacto; al copiar la fecha y la hora de nacimiento, la buena señora se había equivocado y había tomado
las referencias que concernían a su hijo primogénito, muerto a
los cuatro años y medio de edad. La dama me confesó haber
quedado tan trastornada que no se atrevió a regresar nuevamente a casa de Eudes Picard con la verdadera fecha de nacimiento de su otro hijo.
El segundo hecho que me impulsó a interesarme por la ciencia de los astros fue otra conversación que tuve cierta vez con
mi amiga François Hardy, quien, aparte de su profesión de
compositora y cantante, se interesa mucho por ciertos problemas relacionados con lo que vulgarmente se llama esoterismo.
Me hizo saber que ella había tenido ocasión de consultar, en
varias ocasiones, a un astrólogo de fama para pedirle que hiciera el estudio psicológico de su propio carácter o del de algu-
nos de sus amigos. Las descripciones que él facilitó de ellos,
a partir de fechas de nacimiento anónimas, habían sido tan satisfactorias que habían convencido a François Hardy de la
realidad de su arte.
De este modo, se me imponía cada vez más la idea de examinar seriamente, y sin ningún apriorismo, la astrología. Sin
embargo, no me decidía a emprender la tarea, ya que la posibilidad de que unos astros tan alejados de la Tierra tuvieran
influencia sobre cada hombre en particular, me seguía pareciendo un absurdo. Fue entonces cuando pensé en dar un
rodeo, intentar un experimento. Sería interesante pedir a una
docena de astrólogos que interpretaran un mismo tema de
nacimiento: Si los resultados obtenidos eran exactos y concor-
daban, tendría un motivo válido para emprender mi estudio;
por contra, si todo lo que conseguía era un conjunto de retra-
tos contradictorios, entonces poseería una buena razón para
renunciar al proyecto. Forzosamente habría de reconocer que
las personas convencidas de la autenticidad de la astrología,
incluso las más cultivadas, se habían dejado engañar por las
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