Por ser el Sol el astro que ilumina nuestro planeta, aquel sin el cual
ninguna vida sería posible aquí, se comprende mejor aún la presencia
de ese astro central en muchas tradiciones y leyendas. Es más, nos
damos cuenta mejor de la fuerza incomparable que pueden tener las vías
espirituales y los itinerarios iniciales en los que ese astro resplandeciente
tiene el papel más importante.
Pero, ¿no existirían hombres de carrera excepcional que habrían te-
nido (los astrólogos sabrían sin duda explicarnos el porqué) su carrera
meteórica marcada por el «signo» Sol?
¿No se trataría únicamente de una vida en la que el astro del día hu-
biera tenido un papel privilegiado, sino de un destino en el que los
acontecimientos y la suerte se orientarían, se determinarían alrededor
de esa gran imagen arquetípica?
Un escritor humorístico del siglo pasado escribió una pequeña obra
maestra de ingenio en la que, parodiando las hipótesis astronómicas tan
caras entonces a los historiadores de las religiones, se divertía demos-
trando que Napoleón Bonaparte no había existido nunca, que no era
más que el tipo mismo del mito solar personificado. Pero lo más extra-
ordinario, ¿no sería justamente ver en el Emperador no sólo el perso-
naje (tan real) de fantástico destino, sino al ser cuya carrera (como
la de Alejandro Magno) asumía las dimensiones de un verdadero mito
solar realizado?
La obra que presentamos aporta fantásticas revelaciones sobre hom-
bres tan diferentes como el faraón Akhenatón («el rey ebrio de dios»),
Alejandro, Napoleón y algunos más.
¿Qué punto común existe entre esos personajes? El de ser cada uno,
en su género, «místicos del Sol» que interpretaron su papel en un drama
simbólico a escala terrestre.
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