El siglo IV d.C., con el progreso político del Cristianismo, tiene un papel
fundamental en la transformación del antiguo mundo greco-romano. El paganismo,
duramente combatido en los siglos anteriores por cristianos cultos y conocedores de
la cultura griega, como Taciano, Clemente de Alejandría, Hipólito u Orígenes, cede
ante el empuje de la nueva religión. Una religión providencialista, como el
platonismo, y que hace bandera en su ética del libre albedrío. De ahí su radical
enfrentamiento con la astrología que había cobrado autoridad tras ocho siglos de
experimentación en el helenismo y que había logrado penetrar en la alta sociedad del
Imperio. El siglo IV, anticipado en esto por los edictos de Diocleciano a finales del
III contra magos, idólatras y astrólogos, va a suponer la criminalización jurídica
(favorecida a partir de la conversión de Constantino) de la astrología. Pese a todo, se
sigue consultando a los astrólogos y magos, se hacen horóscopos y se escriben
tratados de astrología. Ésta se refugia en el gnosticismo y determinadas herejías del
Cristianismo, que toman de ella parte de su escatología y, sobre todo en los templos
de las divinidades astrales (Mitra, Isis, Osiris, Serapis) que irán perdiendo terreno
hasta que la destrucción del Serapeo de Alejandría, con su excelente biblioteca,
significa simbólicamente el triunfo definitivo de una nueva cultura, asentada en la
anterior, pero que guía Roma hacia la Edad Media. En este contexto, Pablo de
Alejandría escribe el último manual con cierta originalidad del mundo antiguo; un
manual que, aunque participa de algunos principios formulados por Tolomeo en el
Tetrabiblos significa una vuelta a la astrología tradicional, basada en los egipcios y
en el hermetismo; una astrología con la que tal vez Paulo se posiciona contra los
ataques a los dioses paganos alejandrinos.
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