La tendencia de los humanos a leer los rostros es una inclinación natural, universal, que sin lugar a dudas vendrá de nuestros orígenes: nuestros primeros antepasados necesitaban saber de quién se podían fiar y de quién no. Como nos sigue ocurriendo a nosotros, por supuesto. De hecho, la hipótesis antropogenética en la que coinciden los expertos es que nuestro rostro se hizo lampiño, perdió la pelambrera característica de otros homínidos y simios, para que los otros pudieran leer en él. Porque las caras lisas amplían enormemente el vocabulario facial, hacen más claros, sutiles y variados los mensajes; facilitan, en definitiva, el camino para las criaturas hipersociales que somos. El caso es que los humanos poseemos más músculos faciales que ningún otro animal sobre la tierra: veintidós en cada lado. Y ello nos lleva a la increíble capacidad de generar más de 10.000 expresiones faciales, es decir, a la posibilidad de transmitir a nuestros congéneres una información de una variedad y una sutileza expresiva extraordinarias.
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