A comienzos del Renacimiento la superstición era considerada un
pecado severo que debía ser reprobado y combatido, por lo que
tanto teólogos como clérigos e inquisidores se centraron en extirpar
cualquier costumbre o idolatría que tuviera indicios leves de ser vana1. Se
trataba pues de un tipo de creencia, al margen de la cultura dominante, que
era difícil de identificar en la práctica, ya que no se podía precisar con
certeza que un determinado efecto se produjera por un motivo natural o
sobrenatural.
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