Mejor o peor, todos sabemos leer caras. Todos inferimos un montón de datos de la
apariencia facial y corporal de la persona que tenemos enfrente. Aunque no seamos
conscientes de ello, aunque lo hagamos de manera intuitiva e irreflexiva. En general,
todos actuamos como si el aspecto exterior (y especialmente el rostro, nuestra parte más
expuesta y expresiva) delatara, revelara el ser interior de una persona. Esperamos que
haya una congruencia entre lo que es y lo que parece, y cuando esa congruencia no se
produce sentimos cierto desconcierto.
Cicerón ya lo dejó sentenciado: “la cara es el espejo del alma”, y todos parecemos
darle hasta cierto punto la razón. En la cara observamos cómo está en ese momento: si
tiene “buena cara” o tiene pinta de estar enfermo, si está atento o distraído, triste o
alegre, relajado o asustado…; pero, ante una persona desconocida, no sólo observamos
cómo está, sino cómo es: intuimos lo que hay de duradero en su carácter, en su forma de
ser, lo que nos cabe esperar de ella y lo que no.
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