PRÓLOGO
No recuerdo bien cuándo conocí a Julio Samsó Moya. Probablemente
sería en el primer día de clase. Pero sí sé muy bien la primera vez que
hablamos en serio, en el año 1962: él, puesto de pie, al lado derecho de
mi mesa de trabajo, en el altillo que servía de despacho y biblioteca de
árabe y donde me expuso que la carrera que cursaba era para ejercerla.
Hablaba maravillosamente el inglés, pues su padre, médico pediatra,
habría deseado que fuera diplomático y, para facilitarle el ingreso en ese
cuerpo, le había “catapultado” largas temporadas en Gran Bretaña, donde,
y para entrenarse, creo que había llegado a ser camarero en un “pub”.
Especialmente dotado para las lenguas, había sido traductor del obispo
Monseñor Fulton Sheen, cuando éste pasó por Barcelona.
Sé que fue alumno brillantísimo. Recién terminada la carrera, le
nombré “encargado” de primer curso, es decir, que debía encargarse de
la enseñanza del árabe de los alumnos matriculados aquel año. El día que
daba su primera clase, y antes de entrar en el aula, le gasté la “broma” de
preguntarle si podía sentarme entre sus alumnos. Dio una clase excelente
en la que yo –lo digo ahora, cuarenta años después– aprendí cosas
nuevas. El paso de los años me ha enseñado que incluso los alumnos de
los primeros años pueden, a veces, pocas, darnos lecciones. Y es que los
profesores, cuando hablamos entre nosotros, sabemos aproximadamente
sobre qué temas vamos a discutir, pero no es lo mismo en clase con los
discentes. ¡Cuántas veces ha tenido que decirle a alguno que le contesta-
ría en la clase del próximo día!
Por otra parte, la enseñanza del árabe en España había cambiado en la
segunda mitad del siglo XX y, si en la primera se distinguía mucho entre
arabófonos, que hablaban árabe dialectal marroquí, y arabistas, que no
hablábamos ningún dialecto del árabe, ni el que llamábamos entonces
literal o clásico, la lengua en que está escrito el Alcorán. Ahora, con los
nuevos medios de comunicación, teníamos que entendernos con las
clases cultas de los países que empezábamos a visitar en árabe literal o
clásico en que se expresaban los escritores. Por tanto, cuando llegó al
quinto curso, pasó el año en Rabat. Al regresar obtuvo matrícula de
honor en “Historia del Islam” y se empeñó en escribir su “tesina” sobre
las causas sociales y económicas de la revolución argelina. Es evidente
que en aquella época estaba influido por los hechos estudiantiles
iniciados en París. Yo me oponía, pues imaginaba –habiendo vivido una
temporada en territorios administrados por el “Consejo de Aragón”
(1937)– lo que podía salir. Y salió un excelente trabajo que permitía
comparar el funcionamiento de la administración en ambos lugares. Por
otra parte, la Universidad de Barcelona, desde los años 1920 y bajo la
égida de mi maestro Millás, se había especializado en el estudio de las
ciencias árabe y hebrea, y ya era una de las primeras del mundo en estas
materias. Y yo continuaba con la tradición. Cuando Samsó hizo el
examen de licenciatura obtuvo, cómo no, el Premio Extraordinario.
Para rematar su dominio del árabe hablado marchó al Centro Cultural
de España en Alejandría, del cual fue evacuado al iniciarse la Guerra del
1967 entre Israel y los países árabes. Para aprovechar el tiempo, fue
nombrado de nuevo Encargado de Curso y presentó su tesis, que fue de
Historia de la Ciencia y sobre un astrónomo oriental. En la discusión con
el tribunal me enseñó una expresión árabe, para mí hasta entonces
desconocida. Poco después (1974) ganaba por oposición –una oposición
como las de antes, muy dura– la plaza de Profesor Agregado de árabe de
la Universidad de La Laguna (Canarias). Hombre de sorpresas, me dejó
parado cuando en uno de los ejercicios comunicó al tribunal que se
pasaba al cultivo de las Ciencias en el mundo árabe para seguir la
tradición de la Universidad de Barcelona, a la que volvió, tras nuevas
oposiciones, esta vez a la plaza de Profesor Agregado de su Universidad
Autónoma, que se había fundado en Bellaterra en 1968, pero que tenía el
inconveniente de no tener la especialidad de los tres últimos cursos de
árabe.
Desde ese momento se dedicó de lleno a la investigación y a la
docencia. Por mi parte yo meditaba qué mangas y capirotes habría que
hacer para traerle a mi lado y... no me fue nada fácil. No creo que ni él
mismo sepa los detalles. Pero a la postre lo conseguí y llegó el momento
de retirarme progresivamente y, como descubrió por sí mismo en el
Congreso de Edimburgo, muchos viejos que asistíamos a estos actos era
para reencontrarnos, recordar hechos antiguos, intercambiar ideas y
ponernos al corriente de los trabajos científicos de unos y otros, muchas
veces sin presentar ni ponencias ni comunicaciones. Desde entonces
Samsó ya era mi sucesor, como yo lo había sido de Millás cuando éste,
aún en plenas facultades, fue abatido trágicamente por una trombosis
cerebral hacia el año 1962. Pudo rehacerse algo y llegar hasta su
jubilación administrativa, pero nunca más volvió a ser el de antes.
Juntos, y ya con sus discípulos, acudimos en 1985 al Congreso de
Berkeley. Él desde mediados de los setenta se había especializado en el
cultivo de la Historia de la Astronomía, entendiendo esta ciencia en el
sentido medieval, es decir, incluyendo la astrología que tanta importan-
cia tuvo en el medioevo (y hoy en día para quien en ella crea). Demostró
en una serie de estudios cómo la astrología podía ser un auxiliar de la
historia y publicó varios textos que lo demostraban y, a veces, servían
para fechar con exactitud hechos recogidos en las crónicas.
Por otra parte ha fundado la revista “Suhayl” y colaborado en las
principales Enciclopedias Científicas publicadas en los últimos treinta o
cuarenta años, dando a conocer, en inglés, sus propios trabajos y los de
sus discípulos que, por las edades que ahora tienen, alargarán la
existencia de la Escuela medio siglo más, mostrando así que en nuestra
Península se pueden mantener vivas y ampliarse las investigaciones
contemporáneas, muy lejos de la afirmación de Unamuno “¡Qué inven-
ten ellos!”.
Juan Vernet
Barcelona 2007
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