Tras la caída de la Unión Soviética en 1992, muchos sectores del mundo
libre descansaron en ese triunfalismo que brindaba la sensación de que
la utopía colectivista había perdido para siempre. Pero pocos años
después, abrazando nuevas banderas y reinventando su discurso, el hoy
llamado neocomunismo (o progresismo cultural) no sólo pasó a dominar la
agenda política sino en gran medida la mentalidad occidental.
Los
viejos principios socialistas de lucha de clases, materialismo
dialéctico, revolución proletaria o violencia guerrillera, ahora fueron
reemplazados por una rara ingesta intelectual promotora del “indigenismo
ecológico”, el “derecho-humanismo” selectivo, el “garantismo jurídico” y
por sobre todas las cosas, por aquello que se denomina como “ideología
de género”, suerte de pornomarxismo de tinte pansexual, impulsor del
feminismo radical, del homosexualismo ideológico, la pedofilia como
“alternativa”, el aborto como “libre disposición del cuerpo” y todo tipo
de hábitos autodestructivos como forma de rebelión ante “la tradición
hetero-capitalista” de Occidente.
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