La ceguera crónica de la Justicia
Vivimos tiempos extremadamente convulsos
desde el punto de vista político, económico y social. A través de
periódicos y boletines de noticias nos alertan a cada instante de los
peligros de una debacle financiera. Los ciudadanos de a pie, preocupados
además por el creciente desempleo, se ven abocados a elaborar planes de
ahorro y racionamiento cada vez más ajustados que conducen al descenso
del gasto y a la prudencia excesiva.
Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes.Marqués de La Fayette.
En este difícil contexto –plagado de
desahucios, subidas fiscales, casos insultantes de corrupción, y
caracterizado por la aparición de numerosos movimientos sociales–, la
población acude al Estado para defender las libertades y derechos
adquiridos a lo largo de las últimas décadas. Sin embargo, los
ciudadanos no siempre encuentran el respaldo esperado en las leyes, y
denuncian que la Justicia, con mayúscula, ha pasado a estar de parte de
los más poderosos; así hacen suyo uno de los pensamientos fundamentales
que Aristóteles expuso en el Libro I de la Política: “algunos
convierten todas las facultades en crematísticas, como si ese fuera su
fin, y fuera necesario que todo respondiera a ese fin”.
También fue Aristóteles quien se refirió a
la ciudadanía como aquella condición que daba la oportunidad a un ser
humano para “participar en la función deliberativa o judicial”. Es
decir, los individuos que componen una polis no reciben el título
de ciudadano por habitar un mismo lugar, ni siquiera por estar sujetos a
los mismos deberes o disfrutar de los mismos derechos, sino por llegar a
participar en el poder. Como también consideraba Tucídides,
todos reunidos, “mezclados con los mejores”, son útiles a las ciudades.
De esta forma, la “vida buena” y las acciones virtuosas –conceptos que
tan en profundidad estudió el estagirita– no consisten en la
conservación de una mera estructura o en el respeto formal a una serie
de reglas, sino en la decidida apuesta por un modo de vida enfrentado
con los planes que los diferentes grupos sociales, por separado,
intentan imponer a la ciudad como fin supremo, sin otro propósito que la
satisfacción de sus propios deseos. Y es que en aquella Grecia de
Aristóteles también rastreamos ciertos abusos que tan familiares nos
resultan: “a causa de las ventajas que se obtienen de los cargos
públicos y del poder –aseguraba sin tapujos–, los hombres quieren mandar
continuamente, como si el poder procurase siempre la salud a los
gobernantes”.
La libertad es el derecho a hacer lo que las leyes permiten. Si un ciudadano tuviera derecho a hacer lo que estas prohíben, ya no sería libertad, pues cualquier otro tendría el mismo derecho.Montesquieu
Debido a este último peligro, es
necesario que exista un órgano que juzgue sobre lo conveniente y justo
entre unos y otros. Pero avisa Aristóteles, “la mayoría son malos jueces
acerca de las cosas propias”, pues juzgan mal lo que se refiere a sí
mismos. En cualquier caso, la ciudad no debe ser una comunidad destinada
exclusivamente a impedir las injusticias entre individuos o para
facilitar el intercambio económico –si bien son aspectos necesarios–,
sino para “vivir bien, con el fin de una vida perfecta y autárquica”. En
definitiva, una ciudad deja de serlo cuando pierde una misma creencia
en lo que es bueno para todos, no sólo para una parte de sus habitantes.
Una de las cuestiones más debatidas a lo
largo de la historia del Derecho, la Filosofía o la Sociología, y que
aún levanta ampollas, es la de si el Estado debe encargarse no sólo de
impartir justicia, sino también de infundir moralidad en los corazones.
Si hace algunos siglos se consideraba que la mayor parte de los peores
delitos tenían por causa los excesos de las pasiones, el paradigma
cambia progresivamente y, debido a los avatares sociales a los que se
enfrentan en la actualidad las sociedades occidentales, también –y sobre
todo– se cometen crímenes en nombre de la necesidad.
El Derecho, tal y como se entiende hoy en
día, es un sistema normativo cuya función fundamental es la de
organizar la sociedad de acuerdo con determinados criterios expresados a
través de normas de convivencia. Por ello, los tribunales no deberían
funcionar como púlpitos (al menos, no conscientemente), sino como
dispensadores objetivos de justicia. Sin embargo, aquellas normas
jurídicas no son las únicas a las que nos vemos sometidos: también
podemos distinguir las reglas del trato social (a las que Kant englobó
bajo el nombre de “pragmática”) y, más allá, la moral. En la Introducción a la Filosofía del Derecho
del recientemente fallecido Gregorio Peces-Barba, leemos que “La
distinción entre Derecho y Moral no debe dificultar el esfuerzo por
constatar las conexiones entre ambas normatividades en la cultura
moderna, ni la lucha por la incorporación de criterios razonables de
moralidad en el Derecho, ni tampoco la crítica desde criterios de
moralidad al Derecho válido”.
A pesar de que contar con una buena
teoría es importante, esta no siempre se traduce en una buena práctica.
Así, podemos preguntarnos qué sucede cuando determinados formaciones no
judiciales (plataformas sociales, sindicatos, asociaciones benéficas,
etc.) denuncian la injusticia de alguna ley o su dudosa o incorrecta
aplicación. Además, hay que tener muy presente que el Derecho cuenta con
una ventaja fáctica sobre el resto de conjuntos de normas: tiene de su
lado el poder de la coacción –aprobado, hay que recordarlo, por los
ciudadanos de una sociedad.
Es interesante plantear que, para Kant,
el Derecho queda cumplido de manera satisfactoria por la legalidad
misma, o lo que es lo mismo, en base a la obediencia externa a la norma
–por mucho que en nuestro fuero interno estemos en desacuerdo con ella.
Por otro lado, damos con el orden moral, que sí exigiría una adhesión
interna al propio deber, aunque para alguien como Elías Díaz, eminente
profesor y filósofo del Derecho, también en éste “lo deseable es lograr
esa adhesión interior a la norma, disminuyéndose así las posibilidades
de incumplimiento”.
En su Invitación a la filosofía,
el célebre filósofo francés André Comte-Sponville se pregunta si es
posible que alguien no considere (absolutamente convencido) que la
justicia es preferible a la injusticia. Para este pensador, moral y
política no se oponen, “pero que la moral no basta para lograr la
justicia, es una evidencia que demuestra que moral y política tampoco
pueden confundirse”. Así, la pregunta a plantear es la siguiente: ¿cómo
elaborar, a través de un ejercicio ciudadano y político prudente y
responsable, un catálogo justo de leyes?
El propio Kant, en el apéndice a su escrito Sobre la paz perpetua,
no duda en afirmar que la auténtica política no debería dar un paso sin
haber rendido antes pleitesía a la moral, “y aunque la política es por
sí misma un arte difícil, no lo es, en absoluto, la unión de la política
con la moral”. Se muestra incluso más tajante algunas líneas después:
“El derecho de los hombres debe mantenerse como cosa sagrada”, por
muchos que fueran los sacrificios –puntualiza– que tuviera que hacer el
poder dominante para mantener tal sacralidad. En última instancia, la
política debe obedecer al Derecho… siempre que éste, como deseaba Kant,
estuviera basado en la moralidad, y por lo tanto, en el deber.
“Consentir que nos condecoren es reconocer al Estado o al príncipe el derecho de juzgarnos, ilustrarnos, etc.”. Baudelaire.
Estas concepciones más o menos puristas
chocan de bruces contra aquellas otras que parecen imponerse, o que nos
imponen, en la actualidad. Desde partidos políticos y organismos
europeos y mundiales se apela a la “solidaridad” de los ciudadanos para
respetar leyes que perjudican notoria y clarividentemente a las capas
menos favorecidas de la sociedad. El poder económico, al que Aristóteles
tanto temió y al que tantos reparos puso –en el Libro I de la Política–
cuando se convierte en un puro afán de enriquecimiento material, parece
haber tomado las riendas de los códigos legales. Los tribunales de
justicia, proclamados independientes de cualquier facción política,
financiera o social, se ven de este modo contaminados por la aplicación
de leyes injustas, hasta el punto de que los propios jueces no pueden
más que justificarse, paradójicamente, explicando que tan sólo “aplican
la ley”.
Pero también encontramos voces críticas
al respecto, como la del fallecido filósofo del Derecho Felipe González
Vicén, quien no dudó en afirmar que “mientras que no hay un fundamento
ético para obedecer al Derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para
su desobediencia”. Ya sea por su estructura formal o por el contenido
de los códigos legales, el Derecho no puede exigir taxativamente su
cumplimiento. En una línea que se puede denominar kantiana radical,
González Vicén aseguraba que no hay razón ética para seguir una ley que
no es constitutivamente moral. En la misma senda, Martin Luther King
aseguraba que “quien infringe una ley porque su conciencia la considera
injusta, y acepta voluntariamente una pena de prisión, a fin de que se
levante la conciencia social contra esa injusticia, hace gala, en
realidad, de un respeto superior por el derecho”.
Tal vez hubiera que comenzar por hacer un
ejercicio socrático y preguntarse qué es una ley, qué es la justicia y
qué la moral, y tras haber obtenido respuestas, reabrir el debate sobre
la-justicia-de-la-ley. En cualquier caso, se trata de un debate que, por
su importancia, siempre ha de estar abierto. Y en él debe ocupar un
papel predominante la filosofía –en su faceta de reflexión crítica sobre
el presente.
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