Enrique Esquenazi. Barcelona (España)
Publicado
por el periódico La Vanguardia. 10/02/2002. El autor es especialista en
simbolismo, astrólogo y ex profesor de Filosofía en la Universidad
Nacional de Córdoba (Argentina).
La
astrología, de la cual nacerá mucho más tarde la astronomía, es casi
tan antigua como el alfabeto y ha sido patrimonio de sociedades tan
arcaicas como los asirios y los babilonios. Se ha practicado en culturas
tan distintas como la hindú, la china, la egipcia o las culturas
precolombinas.
Esencialmente
podría definirse, con todas las limitaciones en que incurren las
definiciones, como el estudio de las relaciones entre las
configuraciones celestiales y los acontecimientos terrenales, sean éstos
personales, sociales o naturales. Es asombroso constatar que la
humanidad podía determinar las posiciones astrales mucho antes de contar
con instrumentos como el telescopio. Es decir, se han requerido
generaciones y generaciones de observadores del cielo para poder
diferenciar entre las constelaciones de las llamadas estrellas fijas y
los planetas (los cuerpos que integran el sistema solar), así como para
poder estimar los ciclos planetarios (el tiempo que tarda un planeta en
dar la vuelta al Sol).
Es
probable que la astrología se haya constituido a partir de la necesidad
humana de orientación. Antes de la brújula, los navegantes se
orientaban –y también lo hacen hoy– por las posiciones celestiales. Esta
necesidad de orientación (palabra que proviene de oriente, es decir,
por donde nace el Sol) no era sólo geográfica, sino y ante todo
existencial. En medio del laberinto de incertidumbres que configuran la
existencia terrenal, el cielo muestra un modelo de orden y de
regularidad por ejemplo en los ciclos día-noche, las estaciones, las
fases de la luna, y así sucesivamente. La palabra astro significa
errante. Es casi natural que el ser humano haya percibido una similitud
entre la situación de los “errantes” en el cielo y los errantes en la
tierra. Ha habido filósofos que han caracterizado la situación
existencial del hombre como errancia, por ejemplo, Kostas Axelos:
estamos aquí en la tierra provisionalmente, y nuestro paso por la
existencia es asimilable a un viaje.
El
tema del viaje y del viajero es tan antiguo que se pierde en la memoria
de los tiempos, y se expresa en todas las culturas: desde la metáfora
bíblica del pueblo elegido en exilio y en busca de la tierra prometida
hasta la “Odisea” homérica, desde el clásico “El mago de Oz” hasta la
saga de “Star Treck”.
Los
planetas –y en especial el Sol y la Luna– son viajeros que atraviesan
diversas estaciones, significadas por los signos del zodiaco. El viaje
anual del Sol a través de los doce signos del
zodiaco es asimilable a tantos temas míticos como Hércules y sus doce
trabajos, o a imágenes simbólicas como la de Cristo entre sus doce
apóstoles. Este viaje del Sol por el zodiaco se refleja en las cuatro
estaciones terrestres, y ha sido dramatizado como un tema de nacimiento,
muerte y renacimiento. Estos ritmos cuaternarios se manifiestan de
diversas maneras: las cuatro fases lunares, las cuatro edades de la vida
(infancia, juventud, madurez y vejez), los cuatro puntos cardinales,
los cuatro momentos fundamentales del día (alba, medio día, ocaso,
medianoche), los cuatro temperamentos hipocráticos, etcétera.
En
astrología este cuaternario se expresa mediante las imágenes de los
cuatro elementos: fuego, tierra, aire y agua. La astronomía se
constituye en una ciencia tanto por su método como por su objeto. Su
objeto, grosso modo, es el estudio de la naturaleza física de los
planetas y del universo. La astrología, en cambio, pertenece a la
vigencia del reino de lo simbólico: el astrólogo estudia los planetas
como símbolos de experiencias esencialmente humanas (o de maneras
fundamentales de categorizar las experiencias). Así, para el astrónomo,
Venus es un planeta relativamente cercano al Sol, con una determinada
constitución material, mientras que para el astrólogo, Venus simboliza
la fuerza de atracción que se expresa en el amor, en la aspiración a la
armonía, en la apreciación de la belleza, en la búsqueda del acuerdo, y
en lo que los griegos llamaron el ideal de kalo-kagathía: la unidad, la
belleza, la bondad. Así, el planeta Venus, más que un objeto en sí, es
para el astrólogo un símbolo que puede llegar a manifestarse en una
inagotable diversidad: en el plano físico (como las venas del cuerpo),
en el plano personal (el sentido de belleza, el establecimiento de
sistemas de valores, la capacidad de amar), en el plano social (el
matrimonio, las asociaciones), en el plano político (las relaciones
diplomáticas, los acuerdos), etcétera.
Es
este arraigo en la actitud simbólica lo que, a mi juicio, implica que
la astrología no es, ni será, una disciplina científica, lo cual no
tiene acento peyorativo: al fin y al cabo ni la filosofía, ni el arte,
ni la religión, ni la búsqueda de la felicidad son actividades
científicas, ni tienen por qué serlo. Es más, la astrología parte de una
actitud ante la existencia esencialmente no científica, basada en el
presupuesto de que en el cosmos hay una serie de afinidades o
similitudes, de tal manera que todo resuena en todo. Sin duda, hay
astrólogos que intentan establecer una justificación científica de la
astrología, pero no veo cómo puede
probarse que hay una correspondencia objetiva entre la Luna, los sueños,
la imaginación, los sentimientos, la intuición, el agua, la familia, el
aparato digestivo, la infancia, la madre, la maternidad, la matriz, la
brujería, la feminidad... y tantas otras correspondencias que, sin
embargo, parecen validadas por la mitología, la poesía o la actividad
onírica.
En
mi opinión, la astrología pertenece al ámbito de lo imaginario –o para
decirlo aún con más precisión, de lo “imaginal”–. La astrología es ante
todo un lenguaje surgido de la imaginación, que no es en absoluto
arbitrario. La imaginación tiene sus propias leyes, y son estas leyes
las que se expresan en la investigación astrológica. Así, hay una
técnica astrológica sumamente difundida, que se conoce como progresiones
secundarias. Esta técnica consiste en averiguarlas posiciones
planetarias a partir de los veinte días del nacimiento de una persona,
estableciéndose una afinidad con los procesos y acontecimientos que le
afectarán en los veinte años de su vida. Es decir, las posiciones
celestiales que se hayan formado a los 20 días de mi nacimiento estarán
en correspondencia con mis experiencias (tanto íntimas como externas) a
los 20 años de edad. Esta analogía, un día de vida-un año de vida, es
totalmente simbólica y no puede justificarse por ninguna influencia
causal. Dicho de otro modo: es imposible que las posiciones planetarias
que había en el cielo el vigésimo día de mi nacimiento“causen” o
provoquen las situaciones que aparecen en mi vida a mis veinte años.
O,
dicho aún de otro modo, el enfoque causal es inoperante en la
astrología. ¿Implica esto que la astrología carezca de validez? En
absoluto, si por validez se entiende la capacidad de orientación y
reconocimiento. Así, el tema natal (es decir, el mapa de las posiciones
de los planetas del sistema solar en el momento y lugar del nacimiento)
se constituye en un símbolo que preside, orienta y configura el propio
desarrollo y, si se quiere, el propio “destino”. Pero la cuestión del
destino elude también la problemática científica y nos remite a una
preocupación existencial. ¿Hay algo así como el destino y, de haberlo,
es equivalente a la fatalidad? Cuanto más se sumerge uno en el estudio
de la astrología, más y más respuestas iluminadoras aparecen a estas
cuestiones. En mi experiencia, la astrología no hace sino confirmar lo
que ya Heráclito expresó cuando afirmó: “El carácter es, para el hombre, su destino”.
Esto es una traducción aproximada, ya que la expresión empleada por
Heráclito por carácter es “ethos”, y destino es una traducción
aproximada de la expresión“daimon”. Así, “Ethos antrophos daimon” puede
entenderse como“la manera de instalarse en la existencia rige el despliegue de la propia vida”. En mi experiencia, la astrología no hace sino confirmar una y otra vez este adagio.
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