Biografía literaria
Alfonso X (1221-1284) heredó unidos los reinos de León y Castilla a la muerte de su padre, Fernando III,
en 1252. A tal unión, que ya no se disolvería, Fernando III había
agregado nuevos territorios en el sur de la Península Ibérica,
conquistados a los musulmanes, que incluían Córdoba, Murcia y Sevilla, y
el propio Alfonso había participado, junto a su padre, en la toma de
estas dos últimas ciudades. Poco se sabe acerca de su formación, pero
puede al menos detallarse el nombre de algunos intelectuales ligados a
él desde su juventud. Jacobo de Junta, un importante hombre de leyes,
le dedicó siendo infante las Flores de derecho, según afirma un
prólogo a esta obra. Pedro Gallego, autor de algunos textos
científicos, fue su confesor, y recibió el obispado de Murcia a la
conquista de esta ciudad. Parece haber sido el destinatario de un ars dictaminis
a cargo de Pedro de Provenza en 1252, lo que podría indicar que este
importante personaje tuvo parte en su educación. Por fin, uno de los
colaboradores más activos y relevantes de Alfonso, Judá ben Moisés
ha-Cohen, figura ligado a él al menos desde 1243, como informa el
prólogo al Lapidario. Por lo demás, Fernando III parece haber
cuidado en detalle la educación de sus hijos y, uno de ellos, el
infante Felipe, estudió en París con San Alberto Magno. Cabe así la
posibilidad también de que Rodrigo Jiménez de Rada participara en la
formación de Alfonso, aunque ello no pasa de ser, a falta de datos al
respecto, una mera conjetura.
A su subida al trono, Alfonso X heredaba el reino más
importante de la Península Ibérica, y lo hacía en unas circunstancias
de indudable optimismo, por las cuales parecía que se estaba llegando al
cumplimiento de un destino histórico, sin duda relacionado con una
ideología que pretendía recobrar la forma y el esplendor del poder
visigodo desaparecido a comienzos del siglo VIII
con la invasión musulmana. Se trata de una percepción que sin duda
debió de favorecer el amplio programa cultural puesto en marcha por el
rey ya desde los inicios de su reinado, cuyos pilares fueron, en
principio, la ciencia (incluyendo astronomía, astrología y magia) y el
derecho, incorporándose después la historia y la poesía. Este proyecto
está gobernado por la idea de la difusión de los textos y su
aprovechamiento por parte de los súbditos, algo que trataba de
propiciar una visión favorable de tal programa en base a su implícito
carácter benéfico. Es por ello que la lengua fundamental en dicho
programa fue el romance castellano, algo encaminado también a dotar de
una identidad textual, por decirlo así, a sus destinatarios. Sin
embargo, no es fácil determinar con exactitud cuál fuera la audiencia
real de los textos y tampoco cuáles hayan sido las condiciones
concretas de la recepción de la obra alfonsí. En todo caso, debe tenerse
en cuenta que el rey aspiró no sólo a lograr una recepción inmediata,
sino también a proporcionar un legado cultural para su propio reino,
como muestra su cuidado en encargar ejemplares de sus obras, y en este
sentido no cabe duda de que logró su objetivo, pues su obra constituye
la base lingüística e intelectual de la cultura en castellano.
En lo político, el optimismo con el que Alfonso X
accedió al trono de León y Castilla no se vio refrendado por el curso de
los hechos. La enorme expansión territorial y los problemas
estructurales y sociales que acarreaba precisarían de mucho tiempo
antes de que pudiera alcanzarse ese destino histórico soñado por el
rey, y que sólo se lograría, bajo premisas muy distintas ciertamente,
con los Reyes Católicos. Varias revueltas nobiliarias, crisis
económicas endémicas, paralización de las conquistas territoriales y un
azar no siempre favorable dan una imagen de su reinado un tanto
sombría, aunque la valoración histórica de Alfonso X debe permanecer
sin duda abierta al debate. Por otro lado, Alfonso fue elegido Rey de
Romanos en 1256 y propuesto como candidato al Imperio, aunque no llegó a
obtener esta dignidad. En el momento más propicio, el de su elección
por las ciudades italianas, el rey no pareció dar demasiada importancia
a estos hechos, y cuando lo hizo, diez o quince años después, fue
demasiado tarde, obligado a renunciar a sus aspiraciones por el papa
Gregorio IX en 1275. Ello supuso una
indudable decepción para el rey, aunque el revés más doloroso y
significativo en sus planes fue la muerte, en ese mismo año, de su
heredero, Fernando de la Cerda, con quien estaba estrechamente unido.
Este imprevisto dio lugar a un complejo y conflictivo proceso de
sucesión, en el que acabó triunfando el partido que apoyaba al infante
Sancho, el segundo hijo del rey, en torno a quien se agruparon los
sectores más descontentos con Alfonso. En 1282 se inició una guerra
civil que confinó al rey en Sevilla, donde moriría en 1284.
Como observó Antonio G. Solalinde, uno de los
mayores especialistas en la obra alfonsí, la biografía del rey, al menos
con los datos de que disponemos, no permite intuir ni presuponer el
extraordinario impulso que dio a la cultura. Esta consideración, por
sencilla que sea, apunta a una cierta distancia entre los hechos y los
textos, e invita también a entender la obra de Alfonso X como un
proyecto con una ineludible raigambre histórica pero sin
circunscribirlo estrechamente a los vaivenes o conflictos inmediatos de
su reinado. En otras palabras, parece que el proyecto alfonsí se gestó
con una mirada a largo plazo, por lo que no es susceptible de una
contextualización puntual o unidireccional. Y quizá valga la pena no
perder de vista este aspecto a la hora de interpretar los textos y sus
variaciones. Por ejemplo, uno de los rasgos más característicos de la
producción alfonsí estriba en que nos ha legado, en varias ocasiones,
diversas redacciones de una obra. En este sentido, y aunque las
revisiones tengan que ver en algunos casos con los problemas políticos
enfrentados por el rey, tampoco debe olvidarse que la mejora de los
textos fue una exigencia constante para éste. De esa forma, es posible
que la revisión de las obras tenga que ver también en otras ocasiones
con la necesidad de adaptarlas a la imagen ideal del proyecto que las
sostenía.
La producción cultural de Alfonso X puede agruparse
en torno a varios bloques: obras científicas y paracientíficas, obras
doctrinales y didácticas, obras legales, historiografía y poesía. En
general, tiene una eminente vocación práctica y constituye, en su
conjunto, un magnífico elogio del saber, como una condición liberadora,
que puede llevar al hombre a coronar con éxito todas sus iniciativas.
Se encuentra encaminada a conocer y actuar sobre la naturaleza y el
destino (ciencia), a ofrecer una serie de consejos sobre moral y
conducta (didactismo), a sentar las bases de una organización social
fundamentada en el bien común (obras legales) y a proporcionar los
pilares de una identidad colectiva y de una conciencia histórica
(historiografía). No todos los textos son reductibles a este esquema,
pues hay algunos, como los poéticos, que tienen que ver con prácticas
cortesanas que no son exclusivas del contexto alfonsí, aunque la
inclinación mariana del rey, con sus Cantigas de Santa Maria,
resulta bastante singular. Tampoco es sencillo saber qué líneas de
fuerza ligan los diversos componentes de este proyecto, pues no existen
indicaciones al respecto en los textos. Cabe adelantar, de forma
tentativa, que su coherencia no sólo debe buscarse en argumentos
internos, sino en las necesidades históricas que Alfonso X quiso cubrir
para su reino.
El rey y sus colaboradores
Aunque el mecenazgo artístico y literario de la
realeza es un hecho bien documentado y conocido, con importancia
creciente a partir del siglo XII, la forma en
que Alfonso X se encargó de impulsar la cultura tiene unos rasgos
netamente distintivos. Como señaló la investigadora Evelyn S. Procter,
en la que es aún una de las mejores visiones de conjunto de la
producción alfonsí, la corte de Alfonso se singulariza frente a otras
próximas, como la de Federico II en
Sicilia, por el uso de la lengua vernácula y por la existencia,
implícita al menos, de un programa cultural destinado a proporcionar
una serie de obras de referencia. Además, como indica esta misma
estudiosa, la posición de Alfonso como mecenas presenta igualmente
caracteres propios: las obras no fueron, por lo general, elaboradas por
tal o cual autor, que después las dedicaba al rey, sino que parecen
haber sido el fruto de un esfuerzo colectivo, de labores en equipo,
llevadas a cabo bajo la supervisión, más o menos directa, del propio
rey. Es en la definición del papel desempeñado por Alfonso donde
resulta más difícil ofrecer precisiones. El prólogo al Libro de la ochava espera
afirma que el rey revisó el resultado final, aunque no está claro si se
refiere a los contenidos o al lenguaje. Más allá de esta declaración,
se diría que Alfonso tuvo un estrecho contacto con sus colaboradores y
que fue en buena medida responsable del diseño global de su producción,
así como del diseño general de las obras más importantes y originales,
como las históricas, las legales, las compilaciones mágicas o las Cantigas de Santa Maria. Para las obras más técnicas, como las Tablas alfonsíes,
cabe suponerle una intervención menos decisiva. En este sentido, parece
que Alfonso decidió el comienzo de las observaciones astronómicas y
sus objetivos, pero no tuvo una implicación directa en ellas, pues
tales observaciones se llevaron a cabo en Toledo entre 1262 y 1272, y
el rey residió en Sevilla entre 1260 y 1268.
Hacia esa forma de dirección y supervisión general apunta, en efecto, un conocido pasaje incluido en la General estoria,
donde se explica el sentido de una afirmación como la de que el rey
hace un libro: «el rey faze un libro non porque él escriva con sus
manos, mas porque compone las razones d'él, e las enmienda e yegua e
enderesça, e muestra la manera de cómo se deven fazer, e desí
escrívelas qui él manda; peró por esto dezimos por esta razón que él
faze el libro». Don Juan Manuel escribió que el rey encontraba tiempo
para dialogar con sus intelectuales, y para planear sus obras con
ellos. Uno de sus colaboradores, Bernardo de Brihuega, nos ha dejado un
precioso testimonio de la exigencia del rey, que afecta también a la
definición de sus tareas, pues parece que se encargaba de supervisar
los materiales con los que se redactaban sus obras, con el objetivo,
típicamente alfonsí, de que fueran lo más completas posibles. Dice
Bernardo que nadie debe maravillarse si ha acabado escribiendo varios
volúmenes sobre las vidas de los mártires y los santos, obra que ha
emprendido por encargo del rey, pues éste le hizo reunir muchos libros,
y aun después de ello, le obligó a recorrer su reino en otras dos
ocasiones en busca de varios textos más que faltaban en su obra. Por
otro lado, han llegado hasta nosotros dos documentos de 1270 en que
Alfonso reconoce que los monasterios de Nájera y Albelda le han
prestado una serie de libros, que parecen en general ligados a sus
intereses históricos y legales, y confirma que los devolverá cuando se
haya procurado una copia de los mismos.
Ahora bien, la obra alfonsí es una obra de equipo, y
resulta inimaginable sin los colaboradores. Desafortunadamente, sólo
conocemos bien los nombres y el trabajo de los colaboradores científicos
y de algunos de los traductores. Entre los colaboradores científicos
destacan especialmente dos, ambos judíos: Judá ben Moisés ha-Cohen e
Isaac ben Sid. El primero, ligado a Alfonso desde su juventud, al menos
desde 1243, parece haber tenido una importancia decisiva en las obras
astrológicas y mágicas, y estuvo implicado en casi todos los textos en
estos dos campos. Su perfil intelectual es el que hoy conocemos mejor,
merced en especial a los trabajos de Gerold Hilty. Participó, junto a
Isaac ben Sid, en la elaboración de las Tablas alfonsíes,
aunque su tarea en esta obra ha sido caracterizada por Julio Samsó como
la de un astrónomo de biblioteca. Isaac ben Sid fue, en cambio, el
científico de Alfonso X: a él se debe en su mayor parte la traducción
de los tratados sobre instrumentos y la redacción de aquellos para los
que no existían originales árabes disponibles. Es posible que
desarrollara el Tratado del cuadrante señero, para el que no
se han descubierto fuentes posibles. Y copió, en 1268, un manuscrito
árabe sobre autómatas, quizá construyendo algunos de los mecanismos que
en él se detallan. La actuación de estos dos intelectuales fue sin
duda brillante. En torno a ellos se sitúan otros colaboradores, que en
unas ocasiones trabajaron a su lado y en otras de forma independiente.
Con alguna excepción, su perfil intelectual es más difuso. Sólo en el
caso de Álvaro de Oviedo, que llevó a cabo la primera traducción al
latín del Libro conplido en los iudizios de las estrellas, nos
ha llegado una obra personal, y sabemos que trabajó, hacia 1280-1290,
para el arzobispo de Toledo, Gonzalo Pérez Gudiel. Es sin duda un
individuo que merece un trabajo monográfico, pues puede revelar
aspectos interesantes del entorno alfonsí y su relación con otros
proyectos contemporáneos.
Mientras que para el caso de las obras científicas y
de ciertas traducciones disponemos de estos datos y nombres, para el
resto de la producción alfonsí debemos movernos entre conjeturas. Este
hecho no parece casual, pero no resulta fácil de explicar. Se diría que
los conocimientos técnicos requeridos por los textos científicos
propiciaron la mención de sus responsables directos, y también parece
que en la mayor parte de las traducciones del árabe se hizo consignar
el nombre del traductor o traductores. No así para los textos de
raigambre latina, que constituye el fondo cultural de donde proceden las
obras legales, historiográficas y poéticas, y que el rey asume sin
distancia. En todo caso, pueden ofrecerse algunos nombres que
seguramente estuvieron implicados en estos trabajos, aunque sus tareas
concretas no puedan delimitarse en la mayoría de los casos. Es muy
posible que Jacobo de Junta, que habría dedicado al joven Alfonso las Flores de derecho,
tuviera un peso importante en la producción legislativa. Lo mismo se
ha sugerido a propósito de Fernando de Zamora, autor de un tratado sobre
derecho procesal, y que participó en varias misiones diplomáticas de
Alfonso. Por último, un tal maestro Roldán, de quien no se tienen más
datos, compuso por orden del rey el Ordenamiento de las tafurerías en 1276, y cabe pensar que participara en otras obras legales.
En cuanto a los textos históricos, sólo dos nombres
pueden rescatarse. El de Bernardo de Brihuega, a quien el rey encargó
una compilación sobre las vidas de los apóstoles, los mártires y los
santos, compilación que está íntimamente conectada con la General estoria.
Es probable que el propio Bernardo haya participado en otras fases de
esta obra, quizá desde un momento muy temprano, o en otros textos, pues
el rey le hizo una donación en Sevilla en 1256. Por otro lado, Juan
Gil de Zamora compuso en 1278 una obra histórica en latín para la
formación del infante Sancho, titulada De preconiis Hispanie,
que muestra a veces una estrecha relación con los trabajos del taller
historiográfico alfonsí. El propio Juan Gil es autor de una amplia
producción, aún por detallar, editar y estudiar en su mayoría, que
muestra otras conexiones con las obras alfonsíes, como sucede con su Liber Marie, en la misma tradición de las Cantigas de Santa Maria. Finalmente, en relación con las propias Cantigas,
se han rescatado los nombres de Arias Núñez y de un tal Bonamí, aunque
de nuevo desconocemos el papel exacto de estos colaboradores. Sabemos
que algunos intelectuales estuvieron ligados a la cancillería, como por
ejemplo el italiano Egidio de Tebaldis, por lo que resulta muy
probable que quienes trabajaran en la redacción de documentos pudieran
haberlo hecho en ocasiones también en la copia de textos, o a la
inversa. Sin embargo, es preciso constatar que el propio Egidio es un
mero traductor (del castellano al latín), y que la redacción de las
obras históricas y legales hubo de precisar de una larga dedicación y
de unas competencias bastante especializadas, por lo que no parece
probable en principio, al menos de forma general y más allá de la
posible copia de manuscritos (por ejemplo, Millán Pérez de Ayllón, de la
cancillería regia, copia en 1255 el original del Fuero real), un simple trasvase entre la cancillería y el escritorio regio.
Todo ello tiene que ver también con los lugares
donde se llevó a cabo la producción alfonsí. Entre todos los que se han
aducido (Burgos, Sevilla, Murcia y Toledo), esta última ciudad parece
haber tenido un peso muy significativo, y cabe pensar que allí se
encontrara el escritorio regio. Toledanos eran varios de los
colaboradores alfonsíes, en Toledo se llevaron a cabo las observaciones
astronómicas, y allí se documenta la traducción de algunas obras, como
el Libro conplido. Que el rey compensara a sus colaboradores en
ciertas ocasiones con posesiones en Murcia o Sevilla parece tener que
ver con la disponibilidad de tal patrimonio, pero no presupone
necesariamente la residencia fija allí de estos individuos. Por otro
lado, aunque tenemos constancia de que la revisión del Libro de la ochava espera
se llevó a cabo en Burgos en 1276, donde se encontraba el rey, no cabe
pensar que todos los colaboradores se desplazaran con él en todo
momento, pues algunas obras requerían de una ingente bibliografía, cuya
constante movilización resulta inimaginable. Que algunos colaboradores
se desplazaran en algún momento con el rey y trataran de algún texto
en particular es algo que coincide con el testimonio de don Juan
Manuel, pero sólo debió de producirse en casos puntuales o en las fases
de concepción o de revisión de los textos. El hecho de que Alfonso X,
al reemprender en Sevilla la Estoria de España hacia 1282, lo
hiciera a partir de un borrador bastante primitivo y con un acceso muy
parcial a las fuentes, apunta a que el escritorio que había producido
esta obra años atrás no estaba de hecho en Sevilla. Las referencias del
propio Alfonso en estos años, tanto en su maldición al infante Sancho
como en su testamento, a ciertos objetos que habían quedado en Toledo,
sugiere que allí se ubicó su escritorio, sólo desplazado a Sevilla a
causa de la guerra civil que se inició en 1282 y que confinó al rey en
tal ciudad a partir de esa fecha hasta su muerte.
Obra científica
Una preocupación constante del rey, y sin duda
distintiva, fue la ciencia, o los diversos discursos que bajo este
rótulo pueden agruparse en la Edad Media. El primer texto impulsado por
Alfonso del que tenemos noticia fue el Lapidario, rescatado
en 1243, cuando contaba con 22 años, y que terminó de traducirse al
castellano en 1250. La ciencia alfonsí abarca tres grandes campos:
astronomía, astrología y magia. Parte de la tradición científica
andalusí, aunque no sólo se compone de traducciones, sino que llegó a
alcanzar notables desarrollos originales. Es posible, por otro lado,
que deban colocarse también bajo su mecenazgo, como propuso José M.ª
Millás Vallicrosa, editor de los textos, las traducciones de dos
tratados árabes sobre agricultura, de las que sólo han llegado hasta
nosotros algunos fragmentos. La idea motriz de la obra científica
alfonsí parece residir en la correspondencia, de amplias resonancias
aunque encuadrada en la tradición aristotélica, entre macrocosmos y
microcosmos, entre el universo y el hombre. Alfonso X se apoya en esta
idea desde una perspectiva práctica, con el objetivo de conocer los
secretos del destino y prepararse para afrontarlos en las mejores
condiciones, o con el objetivo de transformar la realidad mediante
procedimientos mágicos. No debe sorprender en exceso esta confianza en
tales proyectos pues, como se ha señalado en más de una ocasión, resulta
plenamente coherente con los presupuestos intelectuales de la época.
Los textos astrológicos dan la pauta para levantar un horóscopo y para
interpretarlo, y la magia alfonsí es en gran medida una magia astral,
dirigida fundamentalmente a la construcción de talismanes en las
condiciones astrológicas adecuadas.
La producción alfonsí en todos estos dominios es
completa y coherente. Encargó la traducción de tres distintos tratados
astrológicos (Libro conplido en los iudizios de las estrellas, Libro de las cruzes y Quadripartitum),
dos de los cuales (el primero y el tercero) tuvieron una amplísima
influencia en Europa a través de traducciones latinas encargadas por el
propio Alfonso. Por su parte, los textos mágicos se han conservado muy
precariamente, y son conocidos en su mayor parte gracias a
traducciones latinas, que tuvieron asimismo una repercusión
extraordinaria en la tradición intelectual europea, en especial el Picatrix y el Liber Razielis. Como he señalado antes, Alfonso X ordenó tempranamente la traducción de un Lapidario
cuyas fuentes aún no han sido aclaradas. Se trata de un lapidario
astrológico, que muestra la relación de las piedras con cada grado de
los signos zodiacales, lo que habría de favorecer el aprovechamiento de
sus virtudes y propiedades. Junto a este lapidario se conservan otros
tres, más breves, pero el Libro de las formas e imágenes, que vendría a ser una summa
de esta literatura, se ha perdido, y apenas puede reconstruirse gracias
al índice de la obra, lo único que se conserva. Una suerte parecida le
cupo al Libro de astromagia, en el que se recogen partes del Picatrix, del Liber Razielis
y de otros textos mágicos, y que se ha conservado muy
fragmentariamente, pues han llegado hasta nosotros sólo 36 folios. Por
fin, Alfonso X ordenó traducir otros textos como una versión de las Cyranides (traducción conservada gracias a una versión francesa del siglo XIV, el Livre des secrez de nature), y el Miftah al-Hikma, un texto de carácter alquímico (traducción conservada también gracias a una versión latina de ella, con el título de Clavis sapientiae).
Las traducciones alfonsíes se relacionan con las formas de trabajo desarrollas en Toledo anteriormente, entre los siglos XII y XIII,
y que dieron a conocer en Europa un corpus filosófico y científico
trascendental. Como sucedía en aquellos casos, fueron intelectuales
judíos quienes llevaron a cabo las versiones del árabe, y con ellos
colaboraban maestros cristianos que mientras en el contexto anterior se
habían encargado de la redacción latina, en el caso de Alfonso X
parecen haberse ocupado de la capitulación de los textos y tal vez de
su revisión. Una diferencia de raíz es obviamente la lengua, pues si
las traducciones anteriores se sirvieron en todos los casos del latín,
el mecenazgo de Alfonso X determinó el uso del castellano. Por lo
demás, el rey no parece haberse servido nunca de traducciones latinas
anteriores, y el conjunto de su producción en este sentido resulta
bastante diferenciado si se compara con ellas, lo que sin duda apunta a
que servía a horizontes bien distintos. Los rasgos de todas estas
traducciones, en cuanto a su relación con los originales, aún no son
bien conocidos, con la excepción del Picatrix, muy bien
estudiado desde que el influyente historiador del arte Aby Warburg
reparara en este texto a comienzos del pasado siglo. En general, se
diría que los traductores actuaron con cierta libertad, resumiendo
cuando lo creían oportuno e incorporando diversos materiales nuevos,
aunque el más singular de estos textos parece ser el Liber Razielis,
un texto de magia cabalística cuya forma se debería a los colaboradores
alfonsíes. Desafortunadamente, las grandes compilaciones, el Libro de las formas e imágenes y el Libro de astromagia,
en donde cabría esperar la mayor intervención y originalidad, ya que su
diseño es plenamente alfonsí, o bien se han perdido o bien se
conservan muy deficientemente, lo que dificulta de forma muy grave su
estudio.
La parte más canónicamente científica se cifra en la
astronomía, centrada en la observación, en el cálculo de las
posiciones planetarias y en la determinación de la hora. La
investigación astronómica está íntimamente ligada a los intereses
astrológicos, ya que en general servía al objeto de obtener de la forma
más precisa los datos para levantar un horóscopo. Sin embargo, este
interés, por importante que sea, no parece que pueda agotar plenamente
las investigaciones de los colaboradores alfonsíes. Alfonso ordenó
efectuar una serie de observaciones entre 1262 y 1272, y encargó la
construcción de los instrumentos necesarios a tal efecto, en lo que
significaría la creación del primer observatorio del occidente
cristiano. Tales investigaciones condujeron a la elaboración de unas
tablas astronómicas, las Tablas alfonsíes, que sustituyeron a las Tablas toledanas
y que se difundieron en toda Europa, dominando este campo hasta
Copérnico. Es posible que en la elaboración de las tablas influyeran,
al margen de los astrológicos, motivos simbólicos y políticos, como
deja ver el hecho de que el punto de partida de las mismas fuera la
creación de un parámetro, tomado del inicio del reinado de Alfonso X,
al que sus colaboradores denominaron «era alfonsí». Como señaló Jerry
Craddock, existe una estrecha relación entre los parámetros de las Tablas y la nota cronológica del segundo prólogo de las Partidas.
Asimismo, las obras historiográficas, cuya redacción se inició en este
momento, hacia 1270, se basan en una rigurosa y original estructuración
cronológica, fundamentada en el señorío, cuyas implicaciones parecen
relacionadas con una aguda percepción del tiempo histórico. Al margen
de los problemas en la transmisión de las Tablas alfonsíes, y
que sólo es de esperar que se resuelvan con el estudio de la tradición
manuscrita, aún por hacer, parece hoy fuera de duda que deban
atribuirse al impulso de Alfonso X, aunque en su difusión tuviera un
papel muy destacado un grupo de astrónomos parisinos que trabajaron
sobre ellas en torno a 1320.
Aparte de las Tablas, la astronomía alfonsí
ha legado dos importantes obras, que conocemos además a través de dos
códices salidos del escritorio regio: los Libros del saber de astronomía (o Libro del saber de astrología,
que es el título alfonsí) y un manuscrito, por desgracia muy incompleto
y muy poco estudiado, que recoge la traducción de los cánones y tablas
del astrónomo Albateni, la de las tablas de Azarquiel y el Tratado del cuadrante señero, conservado fragmentariamente. Los Libros del saber,
sin duda la obra científica mejor conocida actualmente, gracias a los
trabajos de la escuela barcelonesa de historiadores de la ciencia,
constan de 15 tratados, entre los que se cuentan secciones originales
(debidas en su mayor parte a Isaac ben Sid, llamado Rabiçag),
adaptaciones más o menos libres de textos árabes o traducciones fieles
de tratados en esta lengua. El primero, el Libro de la ochava esfera,
consiste en una descripción de las estrellas y constituye una revisión
muy intervenida de un tratado árabe sobre las constelaciones. El resto
forma una completa colección de instrumental astronómico (esfera,
astrolabios, ecuatorio, cuadrante y relojes), del cual sólo una pequeña
parte está ligada a la observación, mientras que los demás son
computadores analógicos, útiles para la construcción de las tablas,
pero también necesarios para la actividad astrológica. Por último, se
debe al escritorio alfonsí la traducción de una obra astronómica de
carácter teórico, que se ha conservado a través de una traducción
latina con el título de De configuratione mundi.
Francisco Bautista Pérez
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